La ley no escrita del fútbol dictó sentencia. Con
crueldad y realismo, porque los mejores también son vulnerables a sus
designios. La fórmula es sencilla. Se basa en el principio de
acción-reacción: perdonas, pagas. El Barça se regaló barra libre de
ocasiones marradas, de postes, de travesaños, de paradas imposibles de
Cech e incluso un penalti fallado. A eso, suficiente penitencia para
quedar en la cuneta, el Barça añadió una imitación de Froilán,
pegándose dos tiros en el pie. Primero concedió la ventaja de no
liquidar a un rival en inferioridad numérica y después, regaló un gol
cuando su rival tenía dos pies fuera de la final, con un desliz que fue
una puñalada trapera en su corazón. El Chelsea, entregado a un cerrojo
suicida pero obligado, se hizo acreedor al pase. Sacó petróleo de
concesiones infantiles, supo sufrir lo indecible en mitad de un asedio
y aprovechó la ansiedad de un equipo que, atormentado por saberse
mejor, acabó siendo peor. El Chelsea no fue un Nirvana de la estética,
pero sí un monumento a la ética. Peleó, trabó, fajó, tuvo oficio y
vivió del error ajeno. Drogba y compañía más duros que los clavos de
un ataúd, merecieron estar en Múnich gracias a la cadena de errores de
los azulgrana, famélicos en las dos áreas. En la del rival, perdonaron.
En la suya propia, concedieron. Suficiente para el Chelsea.
A años luz de su mejor versión, también por debajo del encuentro de
ida en Londres, el Barça alimentó sus dudas y su desgracia en un
partido que le dejará cicatrices imborrables y dolor profundo. Hizo lo
imposible por no estar en Múnich, hasta que lo consiguió. La frialdad
de los datos es contundente: el Barça acumuló más postes que goles en
una eliminatoria donde el Chelsea coleccionó tres tantos en cuatro
disparos. Messi, seco, fue la imagen de su equipo. Roto, abatido,
rompió a llorar en el césped. Suyo es el trono del fútbol mundial y
suyos fueron un penalti fallado, lastre definitivo, y un poste maldito.
El argentino, fiel compañero de la alegría, el adjetivo calificativo y
la gloria, experimentó sensaciones nuevas: rabia, impotencia y la fría
escarcha de la hiel de la derrota. Así es el fútbol. Así es esa ley no
escrita. La que se advirtió en la ida: Sin pegada, no hay paraíso.
La otra cara de la moneda del destino fue para un atlético. Fernando
Torres, uno de los más odiados por el madridismo en los últimos años,
le hacía feliz esta noche. Estaba escrito que El Niño, objeto
de chanzas por su estado de forma y de reproches mediáticos por haber
cometido el pecado venial de no vestir de blanco, marcaría en el Camp
Nou. Lo hizo y le bajó la persiana a los de Guardiola. Torres: Insert coin. Barça: Game Over.
El fracaso, húerfano de padre, tendrá efecto llamada sobre los
profetas del fin de ciclo (en realidad son el ciclo del fin) y activará
las fuerzas vivas del pesimismo genético culé. Nada es eterno. Algún
día, el mejor tendría que caer con tanto estruendo como grandeza había
acumulado. Así fue. A este Barça le lloverán reproches, poses
resultadistas y comentarios revanchistas. Lógico. Eran multitud los que
esperaban, con la escopeta cargada, para abrir fuego a discreción
contra lo edificado por Guardiola y consumado por Messi. Desde esta
noche, se ha abierto la veda. Así es la gloria de lo efímero. No
faltarán sepultureros reforzados por el resultado para enterrar las
conquistas de un equipo que se ha ganado la admiración del planeta no
por lo mucho ganado, sino por cómo lo ha ganado. Será fácil hacer leña
del árbol caído, como se hizo, de manera cruel, con aquel Madrid de La
Quinta o con aquel Ajax de Cruyff. Pero quizá, sólo quizá, quien ama
el fútbol y no solo una camiseta, siempre recordará el legado de un
equipo inolvidable. El presente ya no le pertenece a este Barça. Sólo
el pasado y el futuro juzgarán la dimensión real y la perspectiva
histórica de este equipo. Nadie más.
Tomado de Eurosport